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AMOUR: En la salud y en la enfermedad

amor haneke

por Samdra

Amor. Ese concepto de relegado protagonismo en la filmografía de Michael Haneke. Un cineasta, en cambio, sí más interesado en elaborar discursos reflexivos sobre la representación de la violencia y las más oscuras pulsiones de la condición humana. Desde una proximidad distante y una frialdad que horroriza, el cineasta austríaco nos ha acostumbrado a historias en las que la culpa, la vergüenza o la incomunicación son temas recurrentes que irrumpen con violencia en espacios de cotidianidad. Aún y lejos de ser un monstruo desalmado, algo que deja patente en su última obra, Haneke es esa figura artística estimulante y necesaria que nos enfrenta, a través de la imagen, a ideas enterradas bajo los cimientos de una sociedad aparentemente tolerante.

No soy la persona más indicada para realizar un estudio exhaustivo de la importancia de un autor como éste en el marco cinematográfico contemporáneo, pero me resulta casi obligada dicha breve introducción a un tipo de cine con un lenguaje propio. Porque es precisamente en ese contexto definido en el que una historia tan dura como ésta sorprende por alcanzar unas cotas de sensibilidad y optimismo deslumbrantes e inéditas en el universo Haneke.

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Amor y muerte. Las dos piedras filosofales sobre las que se construye Amour, un drama que rechaza el sentimentalismo desde la más absoluta simpleza y austeridad. Con la honestidad de narrar hechos que conmueven por su realismo, por una identificación casi obligatoria y por un final inevitable. Amour se ajusta tanto a una realidad transparente que es prácticamente imposible desconectar de ella. La historia universal de un amor que llega a su última etapa, y lo hace tropezando con una enfermedad que amenaza con destruir una dignidad forjada con los años y el respeto mutuo. Pero es ahí donde el amor resurge como salvación, haciendo frente a la muerte, mitigando el sufrimiento, respetando una decisión tomada aún en lucidez. Si en Moonrise Kingdom nos emocionaba el inicio de un amor, aquí nos estremece el final de su largo recorrido.

Cuenta el propio Haneke que escribió esta historia para Jean-Louis Trintignant, junto a Emmanuelle Riva, la pareja que sustenta el peso dramático principal en la película. De hecho, fue el mismo Trintignant quien propuso el título de ‘Amour’. Los dos actores conmueven por su vulnerabilidad. Están interpretando una historia que es su presente, y lo hacen con una sensibilidad y dedicación que hiela la sangre. El deterioro balbuceante de ella y la ternura en el trato de él en un único espacio que se convierte en un nicho de emociones. Entran y salen personajes con vidas más allá de la trinchera que Haneke construye a esta pareja de ancianos autosuficientes. Personajes ajenos a una responsabilidad constante, un tratamiento de compañía y atenciones básicas. Destacable el cinismo de sello que el austríaco vierte sobre la figura de la hija –interpretada por la que fue su Pianista, Isabelle Huppert – en encuentros de violencia verbal que hacen colisionar el egoísmo de ella y las responsabilidades de él.

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“No me siento culpable”. Amour incomoda, aunque no sea su objetivo. No es el baño de La Pianista, ni el comedor de Funny Games, no es el suelo de la habitación de Benny, ni el apartamento de los Schober, ni la pared manchada de Caché (Escondido). Es una incomodidad cálida. Haneke no es culpable de mostrar una realidad a la que todos estamos expuestos. Hay tantas películas como historias posibles, y esta es la historia de un cineasta que se acerca a un momento culminante de su vida desde una perspectiva admirable. Amour es esa caricia de Trintignant a Riva para calmar su dolor.